miércoles, 17 de septiembre de 2008

La Estrada y Las dolencias del vecino.

En la intimidad de un cuarto, sometíame al despilfarro de la imprudencia, llenando agujeros cada vez más profundos y de los que hablaba de forma siniestra.

Daba agravios para justificar que no tenía más aliento para ahogarles.

No podía evitar su mirada indulgente. Sin embargo, mostraba mi respeto al mantener la mirada a su piso, mi cuerpo en sumisión y encogido, mis manos atadas en comprensión, mi silencio uncido a un nudo que quería desatarse en el llanto menos cohibido.

No pude evitar que sus palabras carecieran de libertad en mi pensamiento. Parecían fieras cargadas de anécdotas cuya angustia se transmutaba en la mía auténtica. Nunca hubiese querido escucharlas con tanta emoción, pues de esta convertíase en un nido de desesperanza. Pero cínicamente digo: Las necesitaba.

En ese entonces, y aún ahora, la diferencia entre suspiro y vida no existía. Me sorprendió que tuviese que verle, sofocada por sí misma, para comprender que sin ella, me hubiese alejado alarmantemente de la angustia que me encierra en las largas horas por las que debo respirar.
Hube escuchado sus palabras lo suficiente. Le dije que se callara con mi expresión y sintiendo su dolor transmitiéndose a mi piel, le besé la mano, me despedí de aquella Rosa marchita y dolorida.

Con ella en la mente, como una tenia arraigada en mi vientre, seguí mi camino y me reencontré con aquel laberinto del que había salido momentáneamente.
Vestí una chaqueta azul robusta, compañera del frío, cuyas mangas no permitían que mis manos se asomasen por completo, y cuya lana me picaba el cuello manteniéndome en desesperación continua.
Con cierta indiscreción, vi las caras que ya había visto antes, siempre con una mueca distinta, pero con las mismas frustraciones y placeres. ¿Cómo reaccionarán cuando su mundo los deje sin su preciada vida? ¿Cuando las esperanzas son apagadas a causa de los intentos ajenos de encenderlas?... Sólo estaba segura de que nunca lo harían como lo hizo mi abuela. Porque sólo ella era tan cruda y tan condescendiente, que aún cuando la muerte y su desesperanza la asecharan, pretendía hacernos pasar como las víctimas del mundo, y no como los causantes de su dolor, haciendo referencia a alguna clase de queja, que nunca tuvo... excepto por los gritos de dolor a causa de su infección cutánea y la inflamación de su estómago, gritos de poca cantidad, gritos de poco interés.

No contaré su historia, ciertamente vosotros no necesitáis de historias tan desgraciadas e increíblemente tristes... Sólo diré que ella le daba todo a un montón de carne podrida, a diez hijos, a sus animales, a sus sopas, al esposo que nunca estuvo excepto cuando engendró a sus hijos... No necesito decir que sonreía todo el tiempo, ni que era feliz dando lo poco que tenia a cualquiera que siquiera le pedía, pues ella simplemente lo intuía por sí misma, y la comida y su amabilidad, no podían faltar ante aquella respuesta.
No necesito eso. Lo único que me basta y me sobra es, tan irritante de concebir, que cada vez que la veías os llenabas de alegría... No lo sé, ¿patética tal vez?, pero os llenaba, y esa alegría y gratitud no os la sacaba Nadie.

Salía con ese tétrico frío. Y reitero, vi las caras, vi las casas, los carros, la panadería, la frutería, la basura en el piso, la ferretería, el servicio de lavado automotriz, los niños jugando en el mismo parque, los arboles trabajando duro con su empleo de limpiar nuestro CO2 , el señor parado en un poste que mira raro (el señor, no el poste), la señora obesa regañando al niño que se quedó viendo un juguete, los novios besuqueándose tan pegados como garrapatas sedientas, el muchacho y su bicicross, los taxistas sentados con sus amadas polas y alguno que otro colado, las niñas y sus inseparables espejos saliendo del 'cole', el perro que ladra al ciclista, el camión que se atraviesa y no me deja pasar a la otra acera, la viejita bajándose del bus cuya impaciencia hacíase notar, la señora de la cigarrería riéndose de algún chiste barato, el tipo que corre y siempre va tarde, el café Internet lleno de llamadas y de cables, menos de café...

Sí, querido lector, he visto y actuado en esas formas, la materia convertida en algo significante, la sociedad convertida en mi único círculo de movimiento. Pero hoy en día ha crecido mi diferencia. La soledad para mí es un artefacto de satisfacción, no es un momento sino una forma, no es un juicio sino un conocimiento. Ver qué son las cosas no es saber de ellas. Hay que probarlas y nunca es necesario quedarse con ellas, aunque si vuestra humanidad así lo prefiere, no he de refutaros. Si queréis alguien ahí, de acuerdo. Si no queréis a nadie, lo dudaré mucho, pero está bien.

No tengo idea de por qué truenos Borges hayase preferido los libros que leyó a los libros que escribió. Debió tener una buena razón. Sin embargo, yo no estoy de acuerdo. No me llevo tan bien con los libros como Borges o como Sartre, aún cuando ocupan gran parte de mis minutos. Las travesías de los libros son insolentes, gratificantes, asombrosas, pesimistas, 'acidulzantes'... distantes y también profundamente cercanas... ¿De qué me he perdido? El mundo es el libro más extenso pero el más sencillo. Los escritores se atormentan y atormentan a sus lectores... ¿yo os atormento? (colabora, dí que no) ... ¿lo veis?... ¿qué esperan que hagamos? ¿por qué tan empeñados en que los copiemos, o en refutar, o en embellecer, o en halagar?
Mis palabras llevan un 'mundo de mundos'. Es para mí, por lo tanto, lo suficientemente complicado como para atender a los otros que, si bien digo que son buenos, también digo que ahora no tengo nada que ver con ellos.
Vosotros sólo preocupad por leer con atención, después, olvidadlo. Esto, aún si haberlo pedido, de todas formas ocurrirá.

Mi vida NO cambió desde ese instante. Pero mi vista sí. Lo cotidiano ya no era un adjetivo, sino un estado, una enfermedad que finalmente acaba con lo que... vosotros ya sabéis qué.
Simple. Tal vez veré algunas otras veces a esa Rosa, la visitaré en medio de mi agitada guerra contra nadie, o contra mí, o contra las palabras como el fastidioso Sartre me hace recordar.
La veré peor, o quizá igual. De nuevo su sonrisa, su amabilidad y sus ganas insaciables de que yo no me vaya sin tener absolutamente lleno mi estómago. La veré con sus recuerdos cristalizados en sus ojos, lagrimosos, más por la enfermedad que por su estado emocional; con su tos, su gorrito de invierno eterno, sus dos camas, sus gatas, sus tazas de café, mis tías y María, una voluntaria igual de indulgente, cuidándola; mis primos ignorándola, yo ignorándola.
Yo la veré. Pasarán las horas, los días y las semanas. Hasta que llegue el segundo en que se explique, de una vez por todas, qué rayos hay del otro lado.